viernes, 2 de febrero de 2018

Anna Veltfort, una mujer libre

Reproduzco acá la entrevista que le hice a Anna Veltfort para Hypermedia Magazine:
Adiós mi Habanala novela gráfica que Anna Veltfort publicó en el 2017 con la Editorial Verbum funciona como una caja negra abierta 45 años después. La caja negra de una adolescente germano-norteamericana (Connie para sus amigos) que viajó en 1962 con su padrastro comunista y el resto de su familia para sumergirse en la entonces novedosa experiencia de la Revolución Cubana.
Es la caja negra de un viaje que duró diez años: la década que va de 1962 a 1972. Desde el año de la Crisis de los Misiles a los inicios del Quinquenio Gris. Un viaje fascinante en el que la adolescente Connie descubre, junto a la complejidad de la sociedad cubana de aquellos días, su propia sexualidad y es testigo excepcional de las diferentes campañas que contra los homosexuales y otros grupos considerados “antisociales” fue lanzando el Estado cubano. Desde la “Noche de las tres P’s” a las UMAP, desde las “depuraciones” de 1965 a la “parametración” de 1971.
No es la primera vez que Veltfort echa mano  a su experiencia cubana. En el 2007 estrenó su blog Archivo de Connie que constituye uno de los recuentos más amplios y accesibles de la saña con que el régimen cubano persiguió a cuanto elemento consideraba antisocial o indeseable desde su instauración. No obstante, en Adiós mi Habana Veltfort consigue conjugar la sistematicidad de su archivo con la calidez de la experiencia personal para acercarnos a esos años desde una cercanía y al mismo tiempo una distancia a la que muy pocos han tenido acceso. Esta entrevista es un intento de acceder al proceso de reconstrucción de esas memorias.
Adiós mi Habana es la historia de un encanto y un desencanto. ¿Qué fue lo que más te sedujo al llegar a La Habana? 
La desigualdad social, las injusticias raciales en los EE.UU., eran temas centrales en la ideología de la izquierda norteamericana en los años 50. Al llegar a Cuba, me encontré con una sociedad muy diferente, donde negro y blanco parecían tener el mismo estatus, con los mismos derechos y centralidad en la cultura. Atribuí esto a la Revolución. Así lo percibí cuando comencé mi vida en Cuba.
En los EE.UU. yo había vivido en una comunidad izquierdista bajo sitio, durante el Macartismo. Aquella comunidad de comunistas, ex comunistas, “fellow travelers”, y demás “rojos” no afiliados (siempre que no fueran trotskistas, considerados unos hijos de Satanás) mantuvieron una unidad, con su cultura propia incluso. Esa incluía escuchar música en vivo, en grupo, sea en manifestaciones como en conciertos o en casas particulares. Paul Robeson, el cantante negro, comunista, actor de teatro y activista político, era uno de los dioses culturales y políticos de mis padres y de todos con los que se reunían. Al casarse mi madre con Ted Veltfort, comunista norteamericano, en 1954, cuando yo tenía 9 años ese era mi mundo. Era el tiempo de Martin Luther King, de los “sit-ins” y de los “Freedom riders”. La música folclórica negra y blanca, el gospel, y el jazz, eran reverenciados y disfrutados. La conciencia sobre la injusta desigualdad que sufrían los negros, prácticamente definía identificarse como izquierdista. Claro, también contaba tener conciencia de la clase obrera, los sindicatos, las huelgas, etc. La tragedia humana de la historia de los negros en los EE.UU. se atribuía al capitalismo. En cambio, el socialismo supuestamente ofrecía la posibilidad de una sociedad justa, igualitaria entre las razas.
¿Hubo detalles que atribuiste en principio a la Revolución para luego descubrir que eran parte de una idiosincrasia anterior a ella?
Cuando llegué a Cuba en 1962, veía un trato aparentemente de absoluta igualdad, tanto en la calle como en mis clases del preuniversitario de El Vedado y luego en la Universidad y en el campo donde frecuentemente trabajé en la agricultura con mis compañeros de clases. Igualdad de gente buena, tanto negros como blancos, igualdad de HP, tanto negros como blancos… Atribuí este maravilloso avance social a la Revolución (al menos mi cabeza de niña de 16 años, aún con gafas de color rosa, lo asimiló así). Y la propaganda revolucionaria se manifestaba y se expresaba a través de la igualdad racial. Con el tiempo viví y me informé de realidades mucho más complejas, de prejuicios y hábitos racistas que nada tenían que ver con los dogmas revolucionarios. “Pelo bueno” y “pelo malo” no lo inventaron ni los imperialistas ni los revolucionarios. La cultura cubana no la inventó la Revolución. Eso no lo tenía claro en 1962.
El desencanto puede ser muy productivo e instructivo como demuestra el propio libro. ¿Puedes contarnos la evolución de ese desencanto que obviamente comienza con las historias que cuenta el libro pero —sospecho— se prolonga mucho más allá?
Cuando me fui de Cuba en 1972, fue con furia y dolor por la ruptura de mi relación personal. Pero políticamente, me aferré a las partes buenas de mi experiencia “revolucionaria”, la estancia en la Sierra Maestra en 1967 con gente que quería mucho, por ejemplo. Todavía creía realizables los ideales que se soñaban para mejorar el porvenir —educación para todos, medicina para todos, casa para todos, etc. Las partes horribles, la guerra contra los intelectuales y artistas, vivir la persecución de los homosexuales, la vigilancia e intromisión omnipresente del Estado en la vida íntima de todos, etc., los acepté al principio como males inevitables y que así funcionaba el mundo.
Cuando emprendí mi vida en Nueva York, a partir de 1972, mis ideas evolucionaron. No en una línea recta, a un paso continuo, sino por choques o eventos transformativos. Por la falta casi total de información entre Cuba y los EE.UU. en las décadas siguientes, dependí de mi amiga Marta Eugenia para mantenerme al tanto de lo que ocurría en Cuba, mediante cartas llevadas por viajeros, envíos que duraban meses en llegar, y ocasionales llamadas telefónicas. Era como mantener contacto con un planeta lejano. Conté con ella y demás amistades, primero en La Habana y luego en México, para seguir de lejos la historia de mi Cuba querida. Marta Eugenia llegó a desengañarse definitivamente, creo que a mediados de los 80, después de un largo romance político/idealista con las ilusiones sandinistas.
Cuando Gorbachov y la Perestroika parecían abrir las puertas a un futuro mejor, el régimen en La Habana se mostró más estalinista que nunca. Fue un marcador clave del desencanto. Cuando supe que en la Rumanía de Nicolae Ceaușescu, aliado de Cuba, uno de los “países hermanos”, fue declarado ilegal para los ciudadanos poseer máquinas de escribir sin permiso y había que matricularlas con la policía, que a las mujeres se les exigía tener hijos para el Estado como si fueran esclavas; cuando se cayó el muro de Berlín, y los países socialistas se desmoronaron; cuando el caso Ochoa; y cuando la matanza de 41 personas en el remolcador 13 de marzo, en 1994, en la Bahía de La Habana: todos esos eventos consolidaron el desencanto y al mirar para atrás, se les unieron las injusticias cometidas contra los intelectuales y los homosexuales durante los sesenta y después.
Nada de esto podía explicárselo a mis amistades y familiares izquierdistas norteamericanos. Los cubanos de la diáspora conocen este fenómeno mejor que yo. En la academia, en las comunidades izquierdistas y también en la derecha norteamericana, no entendían nada. No hubo modo. Cuba no era más que camisetas con la cara del Che, playas, ron, jineteras y tabaco.  Mientras, algunos en la extrema derecha estaban convencidos de que a los niños cubanos los mandaban a Rusia para enlatarlos como comida. Frustrada, me callé por décadas. Solo comentaba con mis amigas cubanas de los viejos tiempos. La llegada de la era digital, con sus blogs, con la sorprendente libertad y alcance para expresarse, cambió el panorama.
¿El tiempo te ha ayudado a “desnaturalizar” aquella represión contra los homosexuales o ya en aquellos momentos te parecía algo atroz?
La represión la percibimos entonces por la óptica de la época y su contexto histórico, no solo en Cuba sino en los EE.UU., donde ser homosexual era también todavía algo vergonzoso, embarazoso y privado. El concepto de “Gay Pride” no existía aún. Cuando visité a los EE.UU. en 1970, la irrupción ese año del Gay Liberation Movement todavía no tenía resonancia en Kansas, ni en el resto del país fuera de Nueva York y San Francisco. Y cuando llegué por primera vez a Cuba en 1962 no sabía ni de la existencia de la homosexualidad. Es más, no se usaba la palabra homofobia en ninguna parte (el término no fue inventado hasta 1971 por el psicólogo George Weinberg). Así, cuando en Cuba descubrí que era gay, no pude llenarme de indignación, ni pensar que se abusaba de mis derechos. No sabía que tenía derechos. No había con qué comparar.
No recuerdo que mis amigos gays cubanos tomaron como sorprendente el rechazo social y oficial, ni sorprendía que el Estado jugara un papel omnipresente en ese rechazo y descalificación. El Estado ya dictaba todo en la sociedad y en la vida de cada ciudadano. Así eran los años delirantes de la primera década de la Revolución. La vida no era ni remotamente “normal”. Era un poco como encontrarse en el país de las maravillas de Alicia, donde uno podía crecer o achicarse con el mordisco de una seta. Las leyes físicas del mundo “normal” no aplicaban. Nos acostumbramos a circunstancias extraordinarias en todas las esferas. Las UMAP sí nos indignaron. ¡Campos de trabajo forzado como en el gulag soviético, o el chino! ¿No fue un viaje a la China de Mao la inspiración para Raúl Castro crear las UMAP y barrer así a los “degenerados contrarrevolucionarios” de la “sana sociedad socialista”? Pero más que indignación, lo que sentíamos todos los días era miedo.
Al contemplar hoy la homofobia de aquellos tiempos en los EE.UU. y en la Cuba revolucionaria de 1960, por supuesto veo como atroz lo que pasó en la Isla. Fue llevado a cabo por un Estado autoritario, que se otorgó a sí mismo el derecho de juzgar la vida privada de todos, en especial un sector considerable de la población, el mundo intelectual y artístico. Ahora, en los EE.UU., cuando retorné, descubrí que ser gay seguía siendo pecaminoso, y vergonzoso fuera de los brotes de protesta en 1970 y después. Hay que recordar que antes de 1972 cuando murió, el jefe del FBI, J. Edgar Hoover (se supone que él mismo era gay), tenía poderes dictatoriales y condujo brutales cacerías de bruja contra los homosexuales en muchas esferas de la sociedad americana.  Salir del clóset no fue fácil hasta años más tarde. Pero el gobierno de los EE.UU. no puso a nadie en campos de concentración por ser gay.
Una pregunta que me imagino que te hayan hecho antes: ¿Por qué te decidiste a crear y publicar este libro tantos años después?
Cuando llegué de Cuba a NY, viví una pobreza dura. Tuve que aprender, a la edad de 27 años, cómo sobrevivir donde mi título universitario cubano no valía nada. Más bien era mejor ni mencionar que había vivido en Cuba, siendo americana, si quería encontrar trabajo. No tenía recursos ni tiempo para pensar en escribir un libro. La incomprensión de los norteamericanos y la imposibilidad que vi para hacer entender cómo era mi experiencia en aquel mundo de la Revolución Cubana, hizo que yo enterrara mis posesiones y memorias cubanas en las gavetas de mi apartamento en el Upper West Side de Manhattan. Me dediqué a vivir lo que me tocaba de vida neoyorquina. Trabajar, encontrar amor y amistad, familia, vivir con mi pareja Stacy, tener una hija, y disfrutar de las maravillas culturales de mi ciudad, Nueva York.
Solo fue en el 2004 o 2005 cuando un par de jóvenes académicas puertorriqueñas me contactaron para entrevistarme sobre un poema de Lourdes Casal, titulado “Para Anna Veltfort”, que decidí abrir esas gavetas y las memorias antiguas. Frescas todavía esas turbulencias en mi mente y en mi corazón, ocurrió entonces, en 2007, la “guerrita de los emilios”, donde por la TV cubana se pavonearon tres verdugos de la cultura en los años setenta —Luis Pavón, Papito Serguera, y Armando Quesada. A esos comisarios culturales del Estado, en el 2007, intentaron rehabilitarlos a los ojos del público cubano actual, dentro y fuera, con una campaña que pretendía borrar las historias de las persecuciones, la UMAP, y las vidas destrozadas… Monté en cólera, armé un blog, Archivo de Connie, decidida a presentar lo que yo poseía, que revela, en palabras oficialistas publicadas, mucho de lo ocurrido. Inicialmente no pretendí construir y mantener un archivo durante 10 años, ni con tantas entradas. Solo pensaba bloguear sobre aquel tema de la política homofóbica estatal. Fue algo orgánico que tomó vida propia. Así lo sentí.
A lo relatado hasta aquí se añade al hecho fortuito del crashfinanciero en el año 2008. Perdí entonces la mayoría de los clientes corporativos para quienes trabajaba. De pronto me encontré sin trabajo y con tiempo libre. Mi pareja, Stacy, me convenció de que era el momento de lanzarme a escribir el libro. Por suerte, ella estaba dispuesta y pudo cubrir nuestros gastos. Al fin, quizás podría explicar aquel mundo incomprensible a mi familia, a mis amistades, y a otros interesados. Esperé también compartir esas memorias dulces y amargas con cubanos de mi generación y jóvenes de hoy día. Como soy dibujante, no escritora, el medio de la novela gráfica me pareció una solución práctica y atractiva. Me costó hasta 2017, con algunas pausas por el camino, crear la versión definitiva que la Editorial Verbum publicó en Madrid.
Me pregunto si cuando coleccionabas todo ese material en Cuba como cuando te empeñaste en sacarlo de allá o en conservarlo a lo largo de tantos años ¿en qué pensabas exactamente? ¿Ya desde aquellos tiempos lo veías como lo que ahora es, una denuncia sobre el sistema para justificar la homofobia de Estado en Cuba o en principio fue mero impulso de coleccionista? 
Llevar conmigo mis materiales (libros, papeles, discos, afiches y demás) fue algo muy personal y emocional. No fue una decisión política. Cuando vivía en Cuba y cuando me fui, mis posesiones más queridas eran precisamente esos libros, discos, y papeles, etc. No tenía nada más. Una maleta vieja con tres mudas de ropa. Y debía trasladarme a un planeta diferente. Conocía los EE.UU., mayormente en California, durante años de la niñez y parte de la adolescencia, pero para nada como adulta en la Nueva York capitalista. Como era una extranjera en Cuba, con el poder de llevarme mucho más que una maleta, a diferencia de los cubanos que abandonaban el país con acaso una sola maleta permitida, pude y quise llevar conmigo lo que quedaba de mi vida cubana. Los papeles que trataban el tema de la persecución contra los homosexuales sí los preservé para hacer conocer en el mundo de afuera lo que en Cuba pasó y pasaba. Las UMAP, las vidas destrozadas. ¿Por qué? Porque en mi viaje al norte en 1970, no me fue posible comunicar aquello. Esperaba que mis papeles y revistas sirvieran de intérprete. Así pensaba cuando los llevé. Los había guardado porque sí tenía conciencia que esto era historia y yo era testigo.
En Nueva York, como nunca me mudé de casa, fue muy fácil, por la inercia misma, garantizar que esos materiales descansaran seguros e intactos hasta el 2007 cuando los comencé a presentar en la blogosfera cubana.
Otro elemento importante que figura en la historia de la colección del Archivo de Connie es que mi amiga Marta Eugenia subrepticiamente trasladó sus libros y papeles más preciados a mi domicilio en La Habana, para mezclarlos con los míos y así sacarlos del país también. Era parte de nuestro plan de fuga frustrado. Fui entonces no solo poseedora de mi colección sino responsable de la de Marta Eugenia. Una vez que ella se fue de Cuba al fin, en 1990, decidió que mejor me encargara yo de ambas colecciones. Se llenó de alegría cuando el Archivo de Connie nació, dando una segunda vida a esos tesoros y testimonios de la cultura y política cubana de los 60.
Hay quienes achacan las persecuciones contra los homosexuales por parte del Estado como reflejo y resultado de la tradicional homofobia cubana, mientras otros hablan de una instrumentalización totalitaria de bajas pasiones del vulgo con las que el Estado y su líder trataban de reforzar su poder (tal y como ocurrió en otras sociedades totalitarias). ¿Cuál de estas dos visiones te parece más acertada? Teniendo en cuenta que el poder cubano aceptaba la colaboración de conocidos homosexuales ¿Cabe hablar de una reacción atávica dirigida a los homosexuales o se trataba más bien de usar la homofobia como instrumento de intimidación contra toda la sociedad?
Estoy convencida que ambas cosas son ciertas. Prejuicios a nivel de la calle y la manipulación autoritaria por parte del Estado. Se sabía siempre, perfectamente, que Alfredo Guevara era homosexual, que Mirta Aguirre también, y unos cuantos más en las altas esferas. Pero comunistas de la élite política podían discretamente tener sus “desvíos”. Eso no fue todo: además de los prejuicios, y el desprecio del vulgo, fueron también los prejuicios personales y el odio personal de Che Guevara y los Castro hacia los homosexuales lo que dio combustible a las depuraciones y campañas de persecución.
Una de las cosas que llama la atención en Adiós mi Habana es el detalle con que recrea la arquitectura habanera, lo reconocibles que son los espacios que representas allí. Incluso una de mis estudiantes me dijo que creía que al triunfo de la Revolución Cuba era un país mucho más pobre y que gracias a tus dibujos descubrió que La Habana era una ciudad moderna y rica. ¿Qué importancia le diste a la recreación del ambiente?
Por un lado, sí fue deliberado e intencional mostrar la belleza especial de La Habana de entonces: el estado e integridad de los edificios y espacios públicos en esa década, en contraste con el trágico deterioro actual de la ciudad. Hace unos años, un amigo cubano me dijo que acababa de ver un documental donde se podía ver a La Habana en los sesenta y setenta en La Rampa: la gente en la calle bien vestida, las tiendas con vida. Y que eso le hizo entender lo que se había perdido durante las décadas de Revolución. Ese comentario me impresionó mucho y fue inspirador para mi empeño de mostrar el entorno arquitectónico de La Habana en los sesenta.
Por otro lado, también quise presentar lo más fielmente posible la arquitectura, por el amor e interés adquiridos en mis clases de apreciación de la arquitectura impartidas en la Escuela de Letras por el profesor argentino Roberto Segre, como parte de la carrera de Historia del Arte. Además de cursos sobre arquitectura europea, recibimos clases sobre la arquitectura de los grandes maestros cubanos de los años 50 y antes. Incluían visitas a edificaciones por toda La Habana. Con Adelaida de Juan, y con Yolanda Aguirre, recibimos clases sobre arquitectura colonial cubana. Todo esto me influyó, fue parte de mi vida, la experiencia que quise integrar al libro.
Pese al acoso y la persecución que sufriste en Cuba por ser homosexual, de alguna manera te protegió tu condición privilegiada de norteamericana de izquierdas con cierto nivel de protección oficial. Esta pregunta te la hago en nombre de otro de mis estudiantes: ¿Tenías idea de lo que pasaba con homosexuales menos protegidos, más pobres, en aquellos días? 
Yo estaba perfectamente consciente de la protección que me ofrecía mi condición de extranjera, sobre todo por ser miembro de la familia de un técnico extranjero, trabajando de profesor en la Universidad de La Habana. También estaba perfectamente consciente de lo que pasaba con homosexuales menos o nada protegidos. No vivía en una burbuja de extranjeros. Mi vida la llevaba entre cubanos, la mayoría hombres y mujeres gays. Cuando uno de mis amigos fue secuestrado para ser enviado a la UMAP lo supe al igual que los demás amigos de nuestro círculo. Viví el mismo miedo con mis amistades y amantes. Nos aterraban los mismos HP en la Escuela de Letras. Viví con un pie en el mundo de mis padres, ignorantes de lo que pasaba en el país, y el otro pie en un mundo paranoico, puramente cubano, en Centro Habana, en El Vedado y en el campo. Sabía que la diferencia entre mis amistades y yo era que en última instancia, yo podía irme del país sin que fuera un pecado mortal, o peligrosa la travesía, y ellos no. Era tema de conversaciones penosas. Aludí a ese hilo del tapiz en la página 213 de mi libro con la pregunta: “¿Cómo es posible que para ti, siendo cubana, sea inmoral marcharte del país y para mí, norteamericana, sea perfectamente lícito? ¿Cómo es que nacer aquí cambia la ética?”.
Otro de los hallazgos de Adiós mi Habana es la recreación de esa colonia de norteamericanos partidarios de la Revolución en Cuba (algunos de los cuales han tenido un papel decisivo en el montaje del sistema propagandístico del régimen cubano dentro o fuera de Cuba, como es el caso de Estela Bravo). ¿Cómo lidiaban con el contrasentido de vivir dentro de una revolución igualitaria como privilegiados? ¿Qué argumentos se inventaban para justificar que recibieran un tratamiento especial en un país en el que todo escaseaba?
Dar a conocer en mi libro a la colonia de norteamericanos en la Cuba de los sesenta y setenta fue muy deliberado. Creo que es una historia olvidada, desconocida por completo hoy en día, excepto por algunos pocos sobrevivientes dispersos por el mundo. ¿Cómo lidiaban ellos? Encantados de la vida. ¡Gozosamente! “¡Se lo merecían por ser especiales y solidarios!”. Ahora, aquí solo puedo hablar con certeza de la actitud de mis propios padres. Pasé muy poco tiempo con los demás, el menor tiempo posible. Mis relaciones con mis padres eran difíciles. Busqué pasar mi tiempo con mis amigas y amigos fuera de la casa. No discutía este tema, ni otros, con los demás norteamericanos de la colonia. Ninguno era gay, ni joven, ni amaba a Bola de Nieve. ¿Qué tendríamos en común para hablar? Mis padres nunca cuestionaban la contradicción de considerarse comunistas igualitarios y vivir ahora en una casa en Miramar, con una criada cubana, con tiendas especiales y un club social con mar y piscinas. Estaban deslumbrados por ser bien considerados, invitados a eventos con celebridades de la izquierda internacional. Mis padres se sentían importantes por primera vez en sus vidas. Vejados y perseguidos años anteriores por el gobierno en los EE.UU. por ser izquierdistas, ahora se habían ganado la lotería revolucionaria.
¿Qué significaba ser americana en la isla, justo en los años de mayor tensión entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba? ¿Cómo asimilaban los cubanos que te conocían tu condición de norteamericana? 
A todos los norteamericanos en Cuba, que yo sepa, menos los pocos que cayeron en desgracia por alguna infracción, los trataron, tanto las personas oficiales como la gente de a pie, con amabilidad, curiosidad, y la presunción de que estaban en Cuba en condición de “solidarios” amigos de la Revolución. Mi experiencia personal era que si me preguntaban en la calle si era rusa (la presunción más usual), yo decidía si tenía tiempo y ganas de conversar. Si tenía tiempo, contestaba que era norteamericana. Si estaba apurada o no tenía deseos de hablar, contestaba alemana. Eso se entendía como alemana de la RDA, la República Democrática Alemana, lo cual  resultaba en un “ah, sí” de quien preguntaba, y fin de conversación. Ser americana generalmente provocaba una sonrisa y curiosidad.
¿Sentías que el gobierno cubano te trataba mejor o peor que al resto de los cubanos por ser norteamericana?
Como hija de un “técnico”, me trataron con un cuidado extra que no daban al público cubano.  Es de suponer.
El viaje que hiciste para ver a tu familia en los Estados Unidos, luego de varios años viviendo en Cuba, resulta una revelación en el libro tanto para ti como para el lector. Algo así como si alguien que ha viajado supuestamente al futuro (Cuba) al regresar a su lugar de origen se da cuenta de que aquel futuro en realidad se ha quedado estancado en el pasado. ¿Eso fue lo que sentiste? 
Así precisamente me sentí. Cuba, se suponía, era el futuro y los EE.UU. el pasado. Pero cuando hice el viaje, el mundo se me puso de cabeza (en gran medida, nada fue simple). Y comenzó a formarse y fusionarse mi comprensión de que iba a tener que separarme de aquel mundo donde había encontrado tanta familia, tanta cultura rica y tanto amor, además de la experiencia extraordinaria de presenciar y vivir en medio de una revolución. Los años 60 no eran como los años grises de los 80, 90… Había ideales en qué creer y las decepciones futuras estaban todavía por venir.
¿Qué fue lo que más te chocó en ese viaje respecto a tu experiencia cubana?
Darme cuenta que uno podía caminar, correr por la calle, sin preocupación de ser vigilado. Vi maravillada a las mujeres del Gay Liberation Front caminar con todo derecho, por las calles de Manhattan, darse un beso sin que nadie se las llevara presas. ¡Qué maravilla! Libertad individual a la vista. Fue tremendo choque.
Tu partida final de Cuba fue un proceso doloroso y al mismo tiempo liberador. ¿Fue muy difícil readaptarte al mundo exterior? 
Fue muy difícil. Mi primer invierno lo pasé con lágrimas en los ojos. Resistir el frío, saber qué tipo de ropa necesitaba y cual podía comprar con poquísimo dinero era duro. Encontrar trabajo, crear amistades, abrir vida en un mundo completamente ajeno hasta ahora, fue muy difícil. Mi familia vivía en un pueblo al norte de la ciudad, y los podía visitar, pero en la ciudad estaba sola.
¿Contabas la historia de lo que habías pasado en Cuba? ¿Cuáles eran las reacciones más frecuentes que encontrabas?
La gente que iba conociendo reaccionaba a la noticia de que yo venía de vivir 10 años en Cuba según sus simpatías políticas. Las preguntas eran tan abismalmente ignorantes que evité hablar más de lo necesario de Cuba. Mi colección de música cubana fue lo único que pude compartir con amigos y amigas nuevas, especialmente cubanos y puertorriqueños en Nueva York.
¿Has recibido reacciones de lectores no cubanos? ¿Qué te han dicho? 
He recibido muy buenas reacciones de lectores españoles. Pero aquí en los EE.UU., como está escrito en español, mi familia y amistades norteamericanos lo asimilan más bien como un libro de dibujos interesantes. Las pocas amistades norteamericanas que leen en español sí han recibido el libro con simpatía, aunque sin poder seguir los hilos, solo reconocibles para los que vivieron esa época en Cuba.
¿Hay editoriales interesadas en traducir tu libro?
Estoy trabajando ahora en una versión en inglés. Espero poder encontrar un editorial que lo publique. Es mi próximo proyecto.
¿Qué te parece la situación actual de los homosexuales en Cuba? 
No puedo comentar sobre la situación actual de los homosexuales en Cuba a partir de experiencias propias. Las amistades que me quedan allá y que me escriben, son “senior citizens” de la “tercera edad”. No siguen de cerca las vidas de los jóvenes. Solo conozco lo que leo en la prensa de la diáspora y lo que sale de la isla ocasionalmente en la prensa oficialista y en la prensa independiente. Podemos suponer que ser gay en Cuba no es una calamidad tan drástica ahora como fue en los sesenta, al menos en La Habana. No tengo idea de si se ha avanzado algo en el campo, en las pequeñas ciudades. Me sorprendería. Quiero creer al menos que lo que ocurre en Chechenia no ocurre en Cuba.
¿Qué te parece que quien administre la lucha contra la homofobia en Cuba sea precisamente Mariela Castro, hija del encargado de implantar las UMAP?
Especulo, no presumo saber, que Mariela Castro pertenece a un ala relativamente liberal de la élite política, en contraste con los “talibanes” duros, los ultra-conservadores. Estos últimos, pienso yo, estarían encantados en vernos a la gente gay, allá, acá, y dondequiera, quemarse en una hoguera, como se piensa en unas cuantas partes del mundo, hoy en día.
Me alegra que Mariela defienda a los gays en Cuba, si eso alivia en algo los pesares de ellos en cualquier medida. ¿Pero serán honestos sus motivos? Creo que Mariela representa una cara benigna, femenina, que enmascara a un régimen militar hostil, y su misión es borrar la memoria del pasado mediante conferencias en el extranjero, con su participación en eventos donde niega que el Estado cubano fue responsable del sufrimiento de miles en las UMAP y de las depuraciones en todo el país. Si Mariela tuviera la valentía y la humildad de pedir perdón por los pecados de su padre y de su tío, se podría creer en su sinceridad al asumir la bandera de defensora de la gente gay en Cuba. Ilusiones no tengo.
¿Qué has sacado en limpio de tu experiencia cubana? ¿En qué medida Adiós mi Habana te ayudó a arreglar cuentas con esa experiencia? 
Un tema poco tocado sobre el libro es cómo refleja mis relaciones con mi madre y padrastro. Escribir este libro ha sido un arreglo de cuentas personales que jamás pude tener cara a cara con ellos. Estoy infinitamente agradecida por haber tenido la oportunidad, aunque en circunstancias más que bizarre, de vivir en la bella Habana, por haber tenido mis amistades y amores en Cuba, por recibir allí una educación sólida, y por haber presenciado y vivido una parte única de la historia. El libro fue una especie de homenaje que quise rendir. Los horrores sufridos hablan por sí mismos. Por eso, allí están en el libro.
¿Y políticamente? Mi experiencia cubana me enseñó que no era comunista, según el plan familiar, sino un individuo liberal, amante de la libertad individual, además de la libertad de los pueblos, y enemiga de las tantas tiranías y tendencias fascistoides que sufre la humanidad. Como dijo Carla Bruni de sí misma al País Semanal en Madrid, “No soy una rebelde, solo una mujer libre”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una historia de vida muy particular, estuve husmenado el blog de Connie y encontre una joyita en los escritos de su amiga Martha Elena (Cuba. No hay tal lugar)
Me encantaron las vinetas. Un saludo de Peyo